Frío. Un trago de lo que quiera que sea lo que llena mi petaca. Una noche más solo. El mismo banco de todas las noches, mi banco, que cada día se hace más y más incómodo. Los cartones que me aislan como pueden del frío. Y Roxanne, mi pequeña perra callejera, un chucho cualquiera que comparte todo conmigo; lealtad, fidelidad y compañía, es todo lo que me da, demasiado si tenemos en cuenta mi vida.
Hoy he decidido cambiar mi vida, no quiero ser rico, no quiero dinero, eso es para gente vacía.
Amanece. Miro mi reloj de bolsillo, no es gran cosa, pero lo encontré en la basura y lo arreglé con mis manos, es de lo poco que puedo sentirme orgulloso, marca las 6:18 de la mañana. Mi bolsa, medio vacía. Un pico de pan duro y una botella de agua en la que remojarlo. Roxanne lame mi mano y al mismo tiempo lleva el nombre de mi mito erótico de juventud, se rasca las orejas y también es todo para mí. -Pequeña, nos marchamos.- Le digo mientras acaricio su peluda cabeza, -vamos a ser felices, más que ahora.- Ladra; lo tomo como la conformidad de quien no tiene derecho a elegir.
Tomo mi bolsa y a Roxanne y empiezo a caminar. Huyo de la ciudad, lejos, donde reside la plenitud de la felicidad, en la soledad.
19: 42 de la tarde: El campo. Perdido en mi sueño, con mi vida, con Roxanne.
Anochece. Termino de montar mi cabaña con cualquier cosa que encuentro. Subo a la cumbre de la montaña. Veo a lo lejos las luces de la ciudad. Disfruto. Sonrío. Lloro de felicidad.
Muero de felicidad. Roxanne muere conmigo, a mi lado, tal vez por el mismo motivo.
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